top of page
  • Andrea Mendoza

Cerré los ojos



Un instante… tan sólo unos segundos; necesitaba descansar un poco la vista de la lectura de aquel libro. Recargué la cabeza hacia atrás en busca de alivio. El subterráneo iba a tope. Cerrando los ojos busqué evadirme un poco del bullicio de la gente y evadirme por completo de mi triste y cruda realidad. Al abrirlos me encontré con tus manos, no vi tu rostro, no hubo necesidad, ellas acapararon toda mi atención. Siempre he tenido esa obsesión por las manos masculinas, veo en ellas todo el poder, toda la fuerza, me transmiten paz, seguridad y pasión, mucha pasión; eso sí, deben ser especiales, grandes, firmes, rudas pero que sepan acariciar. Las tuyas eran perfectas, una iba sujeta al tubo que te servía de apoyo, la otra colgaba de la presilla de tu pantalón.

Sonó tu celular dos veces, esperé que contestaras. Mi mirada recorrió el trayecto de tu mano; llamó mi atención una enorme cicatriz en tu cuello, ella se extendía de extremo a extremo. Alcé mi vista, por fin mis ojos se encontraron con los tuyos. Tu mirada fue desgarradora, me aniquilaste, echaste en cara todo tu dolor, te mostraste, expusiste tu sentir; vaciaste tu alma, “me gritaste”: <<éste soy yo, sí un cobarde, soy así, tengo miedo de vivir>>. Sin embargo de tus labios no salió palabra alguna. “Quién no comprende una mirada, nunca entenderá una explicación”. La tuya fue clara, honesta, me miraste desde el dolor mismo, desde lo más humano, desde la infamia de Dios y la bondad del Diablo. Con una sonrisa que dolía: lastimosamente bella, me sentí desnuda y, al igual que yo leí tu alma, tú pudiste leer la mía. En mi mejilla corrió una lágrima.

— No llores por mí, yo ya estoy muerto— Dijiste y secaste la inoportuna lágrima.                                                                                     — No, tú no estás muerto. — Respondí y sujeté tu mano con auténtica desesperación. — ¿Quieres morir? —Pregunté. —Ven, bajemos en la siguiente estación, quiero verte morir en mi piel, muérete conmigo, somos dos condenados.                                            — ¿Por qué?— Me preguntaste un tanto desconcertado; me  detuve y volví mi rostro hacia ti.                                                                            — ¿Tienes  mucho que perder? —Investigué— Porque yo no, no tengo nada que perder. Mis cartas están echadas, estoy segura que lo único que queda por hacer es precisamente: no dejar de hacer. Finalmente sólo tenemos que cerrar los ojos y llegar hasta donde tope, estrellarnos con todas las fuerzas y dejar que sea el choque el que nos avise el final del camino, es todo o nada. Si todo se lo ha de llevar el diablo, al menos que sea un diablo con unas manos como las tuyas. ¿Por qué tenemos que perder esa curiosidad insaciable? Ese “no saber a dónde ir”. Sólo por el placer de dejarte llevar.  ¿Sabes qué es lo más extraño de mi infancia? Cuando mi hermano decía: “Ven, vamos a cazar insectos”, nunca le preguntaba por qué, tan sólo íbamos sin pensar; porque sí, y mi madre nos reñía: “¿Por qué se han roto los zapatos?”  Y nosotros tan sólo respondíamos: “Porque sí”, porque sí nos metíamos al charco, porque sí nos reíamos, porque sí comíamos tierra, porque sí, porque sí, porque sí, ¡tan sólo y simplemente porque sí!  ¿Cómo quieres ser hombre, sino has empezado a ser niño? ¡Vámonos, tan sólo porque sí!  Tú tienes miedo de vivir y yo tengo miedo de morir. ¿Lo ves? Nos complementamos, seamos el dúo dinámico. Te enseñaré a amar la vida y, ¡por favor, enséñame a amar la muerte! Tengo algunos meses de vida, los doctores no me dan muchas esperanzas, no sabía en qué ocuparlos, son tantas las cosas que pienso faltan por hacer; hoy quiero empezar a hacerlas. Ven, tengo que  empezar a morir en ti, déjame morir amándote, dejar una huella indeleble en tu memoria. Muramos ahogados en un diluvio de sudor y llanto provocado por tanto placer. ¡Quémame en tu fuego! ¡Muérete en el mío! Ya no hay nada que perder, tan sólo el miedo a lo que podemos hacer juntos.  

Y fue así… exactamente así, tal como lo imaginé, tus manos impusieron su fuerza, recorrieron mi cuerpo de manera tal que mi vida entera se estremeció de placer, pareciera que nos reconociéramos, que en otras vidas ya nos hubiéramos amado antes, que cada poro de mi piel sabía perfectamente la manera en que la tocabas, mi cuerpo entero te reconocía, te intuía, te leía.  Ambos sabíamos que la entrega era total, tenía que serlo, era mucho lo que ganábamos, porque: ya no teníamos nada que perder.





*“El amor no tiene cura, pero es la cura para todos los males” 

Leonard Cohen


Por: Andrea Mendoza

58 visualizaciones0 comentarios
bottom of page