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Acrofobia

  • Andrea Mendoza
  • 24 mar 2023
  • 4 Min. de lectura

Padecerla es algo verdaderamente terrible; aunque más terrible sería no querer superarla. Así que se convirtió en un firme propósito: este cumpleaños lo festejaría en el restaurante más alto de la ciudad; no pasaría un año más de mi vida con ese temor a las alturas.

Mi amiga y yo reservamos con un mes de anticipación. Y como solía decir el abuelo: “No hay tiempo que no se llegue ni plazo que no se cumpla”. El día era hoy, no había vuelta atrás. En mi estómago las mariposas estaban armando toda una revolución. Los nervios los tenía a flor de piel.


Llegué puntual a la cita, afortunadamente mi amiga llegó enseguida, ella sabía que si llegaba tarde era probable que yo saliera huyendo. Preguntó si estaba lista mientras me sujetaba fuertemente del brazo y prácticamente fui arrastrada hacia el interior del edificio. Con cada piso que marcaba el elevador, mi cuerpo parecía convulsionarse en espasmos de terror; traté de pensar en otra cosa, así que volví la mirada hacia mi amiga, Ana comprendió enseguida, empezó a narrarme su día en el trabajo y acerca de todos los pretextos que tuvo que inventar para poder acompañarme, habló de su pareja y trató por todos los medios de distraerme; siendo totalmente honesta, no tuvo éxito… no puse atención a nada de lo que dijo, alcanzo a recordar pequeños detalles pero que no servirían siquiera para completar una oración. Al fin llegamos; mis piernas flaquearon al dar el primer paso; volví a sentir una fuerte presión en mi brazo derecho, el dolor me hizo reaccionar, reuní el valor necesario y salí del ascensor con paso firme. La chica que preguntó a nombre de quién estaba la reservación, preguntó al mismo tiempo si me sentía bien, fue Ana la que respondió por mí, yo sólo atiné a sonreírle, o al menos eso fue lo que intenté. Llamó a un camarero, mismo que nos condujo a la mesa. Al jalar la silla para que yo pudiera sentarme, noté que Ana seguía aferrada a mi brazo, el temor a que cayera en cualquier momento la alentaba a seguir sujetándome; le dediqué una mirada para hacerla entender que quería sentarme, se disculpó, soltó mi brazo; no se retiró hasta asegurarse que yo estaba bien. El camarero nos miraba extrañado. Ana ordenó dos tequilas dobles; fue bastante acertado. Bastaba ver mi rostro para saber que en verdad lo necesitaba. Y tenía toda la razón, mi estómago no iba a aceptar alimento alguno. Llegó por fin el tequila, sin pensarlo siquiera lo tomé de un solo trago. Ana y el mesero quedaron sorprendidos. “Otro” balbuceé, más que para ellos, para mí misma. El calor fue instantáneo, de pronto mi valor aumentó; sonreí y busqué con la mirada la ventana más próxima, estaba decidida a levantarme e ir hacia allá. Mi vista reparó en un chico elegantemente ataviado; su rostro no tenía expresión alguna. Sin embargo, podría jurar que su mirada era única, nunca antes vi nada igual, con un dejo de ternura mezclada con un poco de locura. Algo difícil de describir, pero fácil de sentir… Se dejó escuchar un piano, buscó con cierta desesperación el origen de aquel sonido y decidido se levantó para dirigirse hacia allá. Era el conjunto que afinaba detalles para empezar a tocar. Llegó hasta ellos, al parecer no acababan en ponerse de acuerdo. Al fin terminó la charla, por un momento imaginé que él era parte del grupo y sólo estaba cenando antes de empezar. Regresaba de nuevo a su mesa; empiezan los acordes de una melodía que reconocí enseguida; él se detiene a mitad de la pista, cierra los ojos y empieza a mecerse sintiendo el compás de la música. La voz del vocalista empieza a cantar: “♫♬Era la gloria vestida de tul, con la mirada lejana y azul…♪♩”

Los murmullos no se hicieron esperar, algunas risas ahogadas trataban de disimularse, otros lo ignoraron por completo; la peor fue Ana: ¡Pobre! Fue la palabra que dijo y que logró sacarme de mis casillas.

¿Pobre?—Le pregunté—Pobre tú y todos los demás que no sienten lo que él, ya quisieras poder dejarte llevar por la emoción que en este momento lo embriaga y lo hace bailar, míralo… es tan… tan… ¡tan él!


Me levanté olvidando por completo donde estaba; ya frente a él, pude notar que una lágrima recorría su mejilla, toqué su pecho, tal vez lo hice sólo para poder sentir el palpitar de ese corazón tan particular; abrió los ojos… lo miré sonreír complacido ante mi presencia, extendió su mano haciéndome una inclinación para invitarme a bailar, la tomé y empezamos a girar por toda la pista. “… ♫♪ ella esperaba en su vitrina verme doblar aquella esquina como una novia, como un pajarillo pidiéndome: libérame, libérame y huyamos a escribir la historia… de una pedrada me cargué el cristal y corrí, corrí con ella hasta mi portal, todo su cuerpo me tembló en los brazos, nos sonreía la luna de marzo… ♬♩”


En cada giro tocaba el cielo, nuestros pies parecían flotar. Siempre encontré esa canción particularmente hermosa, aunque hasta hoy tenía sentido… Él logró transmitirme toda su pasión. Olvidé por completo el miedo, ya ni siquiera recordaba el motivo por el cual estaba ahí. Logramos detener el tiempo; él seguía sonriendo, su rostro fue el reflejo de la felicidad completa. La música se tornó lenta ♫♪ “… Entonces… llegaron ellos, me sacaron a empujones de mi casa y me encerraron entre estas cuatro paredes blancas, donde, vienen a verme mis amigos de mes en mes, de dos en dos y de seis a siete…” ♬♩

Nada mejor que un buen bailarín que sepa llevarte a su ritmo; atrajo mi cuerpo al suyo, recargó su cabeza en mi hombro y susurró dulcemente a mi oído: “Gracias, muchas gracias por bailar con este loco”. ¿Qué podía contestarle? Las gracias eran para él, nunca me cansaré de agradecerle que en ese baile superé mi miedo a las alturas; me enseñó a bailar tan sólo por bailar, a dejarme llevar por mis deseos… ahora, cada vez que tengo que vencer un obstáculo y que sé será difícil… cierro los ojos y en voz alta empiezo a cantar: “♫♪ Era la gloria vestida de tul… ♬♩”


Por: Andrea Mendoza

 
 
 

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