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  • Andrea Mendoza

En un momento regreso



Le grité a mi madre desde el pie de la escalera; necesitaba una golosina, algo dulce en el paladar. Busqué en la alacena algún frasco de mermelada; nada, por más que revolví en ella no encontré algo que calmara mi falta azúcar en la boca. Así que tomé el monedero junto con las llaves para ir a la tienda. Eran las 8:00 de la noche, el cielo estaba estrellado y el clima era templado, me agradó sentir el viento fresco golpear mi rostro; al pasar enfrente a la casa de mi vecina noté que estaba alguien sentado en la banqueta; saludé por costumbre. <Buenas noches>, dije mientras seguí caminado. La respuesta fue seca.

Llegué a la tienda, tomé los caramelos, pagué y salí con cierta apatía. Ahora reparé en ella, era Betty, la hija mayor de mi vecina, estaba llorando, de pronto sentí la necesidad de acercarme; me senté a su lado sin decir palabra, saqué un pañuelo de papel y se lo ofrecí sin mayor preámbulo, lo tomó sin agradecer. Los minutos pasaban y el llanto se hacía más fuerte. Sacó una caja de cigarrillos, me ofreció uno, lo tomé, ella puso uno en sus labios mientras buscaba la cerillera; encendió primero el mío, agradecí. Estaba encendiendo el suyo mientras me dijo: “No sabía que fumabas”; ni yo tampoco, le contesté mientras aspiraba el humo del cigarrillo; la risa le provocó tos. Me alegró saber que puedo hacer reír a alguien mientras llora.

— Hace más de dieciséis años que no fumo— dije para explicarle el por qué de mi respuesta— En realidad fue mi debut y despedida.

— Mi madre detesta que fume, por ello estoy afuera. —Me dijo para continuar con nuestras confidencias—Tuvimos una pelea y necesitaba un cigarrillo, si me quedaba dentro seguro que pensaría que es por seguir la bronca.

— Yo empecé a fumar por mi padre y dejé de hacerlo por él. —continué con mi anécdota, y Betty me miró azorada. —Sí, recuerdo muy bien ese día, era sábado, estábamos los dos viendo un partido de fútbol; me hizo sentarme al lado de él; mi madre no estaba en casa, había salido con las ñoñas de mis hermanas a hacer el súper; —había conseguido que Betty dejara de llorar y ahora me escuchaba atenta, aproveché para continuar con mi narración— mi padre me hizo traer de su saco una cajetilla de cigarrillos, me hizo prender uno y me dijo cómo debía hacer para fumar; mi primer intento falló, me hizo repetirlo, un ataque de tos fue lo único que conseguí, recuerdo muy bien sus palabras: “Tienes que aspirar el humo, de lo contrario no funciona”; así lo hice, al cabo de unos minutos la habitación me daba vueltas, no me gustó ni el sabor ni el efecto. Sin embargo acabé el cigarrillo por órdenes de mi padre; volvió a sacar otro e hizo que lo prendiera, y así hasta que llevaba seis cigarrillos fumados, con un asco terrible y un dolor de cabeza insufrible; fue entonces que me soltó la razón por la cual actuaba así: “Mira hija, el cigarro no es una pose de niñas malas, tampoco es un juego. Anoche, mientras estabas con tus amigas te vi fumar, pero no, no estabas fumando, sólo estabas imitando a un par de niñas malcriadas que juegan a ser mayores, fumar es lo que acabas de hacer; así que si después de fumar como adulto me dices que quieres seguir haciéndolo, yo voy respetar tu decisión, de lo contrario no quiero volverte a ver imitando a nadie.” Lo entendí, y agradecí la lección, desde ese día no había vuelto a fumar, hasta hoy que es mi séptimo cigarrillo en toda mi vida. —Betty se recostó en la acera y miró hacia el cielo, hice lo mismo y ambas fumamos el cigarrillo en silencio. Era un silencio compartido y necesario, de esos que se agradecen mucho más que las palabras. Ella lo rompió primero al decir:

— Lo que más recuerdo de mi viejo fue la ocasión en que me llamó al cuarto para darme la noticia de que tenía cáncer pulmonar, no se lo había dicho a mi madre, ni a nadie, pero consideró que yo era la indicada para tal confesión, me supo fuerte y decidió hacerlo así. Hoy me ha dicho el médico que padezco de cáncer, y me niego a tomar quimioterapia, por ello la discusión con mi madre; no lloro por mí, mi llanto es por ella.

No pude decir nada, sólo la atraje hacia mí y la abracé tan fuerte como pude. Al cabo de un rato la charla giró acerca de su niñez y el lazo tan fuerte con su padre. No paraba de hablar, quería decirme todo lo que había atesorado a lo largo de su vida. Al final terminó por decirme que no dejaría el cigarrillo, que prefería vivir un mes intenso y hacer todo lo que verdaderamente disfruta a dejar aquello por lo que le agrada vivir. Confesó que se fugaría con el novio al día siguiente y haría todo lo que no se había permitido hacer.

Subí a casa después de tres horas; mi madre preguntó por qué había tardado tanto, le respondí que la amaba lo suficiente para quedarme a su lado. No lo entendió. ¿Sabes?, le pregunté, siempre he escuchado que se debe vivir como si fuera el último día de tu vida; yo pienso que al contrario, quiero vivir como si fuera el primer día de mi vida. Hoy descubrí a Betty como nunca la había visto, un ser humano con una vida, con conflictos y sin ellos, con recuerdos. Algo me ha quedado claro, a partir de hoy voy a vivir como si fuera el primer día de mi vida.


Por: Andrea Mendoza

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