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  • Andrea Mendoza

¡Llévate a tu hermana!



Pero… ¡Mamá, es una fiesta de la universidad! — ¿Y eso, qué? ¿En la universidad nadie tiene hermanas? —Tal vez, pero… ¿Por qué tengo que llevarla? Ni siquiera lo es. El hecho de que te hayas casado con su padre no la convierte en mi hermana. —Puedes decir lo que quieras, pero yo tengo el control, si no la llevas no podrás salir en lo que resta del mes y, te recuerdo, hoy es 3 de abril, ¡Ah! Tampoco tendrás Internet, así que escoge, tú tienes la última palabra.

—Sabes perfectamente que no tengo otra salida, pero te advierto de una vez por todas, jamás la veré cómo una hermana, ¡no lo es y no lo será nunca!

—Haré de cuenta que no has dicho tal cosa, después de todo, el tiempo te hará aceptar que son hermanos y la verás como tal.

—No creo que eso vaya a pasar nunca por mi cabeza; y dile a la tonta esa que debe estar lista en una hora o de lo contrario arrancaré el auto y ya no será culpa mía… ¿ok?

—Lo que ordene su señoría, le diré que baje en una hora. Para que veas que los chicos que obedecen tienen su recompensa, no hay “toque de queda”, tan sólo quiero que se comuniquen cada hora; me marcas y ya, no contestaré. Por cierto, en la tarde hablé con la mamá de Javier, dice que tendrán supervisión adulta, así que no tengo inconveniente alguno con el horario.

—Mamá, ¡Por favor! ¡Somos mayores! Ambos tenemos edad suficiente para saber lo que hacemos, al menos de mi parte, debes confiar en la educación que me has inculcado, o ¿no?

—Mira “bebé”, algo tengo bien claro, de la puerta para dentro eres mi hijo, no sé lo que hagas afuera, que muchas veces se les olvida lo que han aprendido de los padres; tengo algo que decirte, eso de qué… “los hijos son el reflejo de los padres”, no es más que un mito urbano. He visto hijos de padres ejemplares que se convierten en delincuentes; pero también me ha tocado ver hijos de padres delincuentes que se convierten en hijos ejemplares. El mundo cada vez está más trastornado.

— ¿Lo ves? En eso estoy totalmente de acuerdo contigo, pero no es el mundo en sí, si no los que lo habitamos. Mira, ahora mismo tengo que llevar una hermana que no es mi hermana, es una verdadera locura, ¿No te parece?

—Nada de lo que digas te librará de llevarla, piensa que puede resultar conveniente. Es una chica bastante guapa, seria y estudiosa.

—Pero eso que tú enumeras como virtudes es todo lo contrario en materia de popularidad, así que, servir de nana a una nerd no me seduce para nada.

—Pues es una verdadera lástima, porque en este momento voy a subir las escaleras y le diré a TU HERMANA que la esperas en el auto en una hora.

— ¡Hazlo de una vez! Y… una cosa más ¡No es mi hermana!

Esa era una conversación muy común entre mi madre y yo; hace tres meses que decidió casarse con el padre de Alinee y fui obligado a verla como una hermana. Alinee y yo nos conocimos dos años antes, cuando mi madre creyó conveniente empezar a salir del luto por la muerte de mi padre y tener un novio. Se conocieron en una reunión del colegio para reunir fondos, su historia fue bastante chusca, no se cansaban de contarla en cada oportunidad que tenían. Al principio fue muy divertido, ambos padres se esmeraban en congraciarse con su respectivo hijo, pero una vez que consiguieron la aceptación familiar, se olvidaron por completo de nosotros dos. La primera impresión que tuve de Alinee fue que era la clásica “niña mimada”, “la hija de papi”, con la que él estaba agradecido por cargar con la responsabilidad del hogar en sus hombros y ayudarle a llevar el divorcio apoyándolo en todo momento. Supe por mamá que Alinee había decidido quedarse al lado de su padre cuando su madre se largó a Puerto Rico con un tipo que conoció en el lugar donde ella trabajaba. Como sea, la “nena” no me cayó nada bien. No es que haya estado celoso de mi madre, ¡para nada! pero no se cansaba de enumerar las virtudes de la “nena”. Yo la veía sólo los fines de semana que nos reuníamos para pasarlos “en familia”. Siendo honesto me pareció una chica totalmente gris, sin chiste. Mi madre aseguraba que era el trauma que le dejó su madre al abandonarla; ahora sé tenía miedo que el mundo notara lo que en realidad es: una mujer fuera de serie.

Yo lo descubrí un fin de semana que fuimos a Puebla de visita con los abuelos; noté que la naturaleza era su hábitat natural. Por primera vez la vi sonreír y cantar a todo pulmón, totalmente fuera de sí, cambiada. La vi jugar y emocionarse por un caballo tan noble como ella. Eran pocas la veces que nos dejaban solos y cuando lo hacían ella era muy hermética. Ese día en la hacienda sufrió una verdadera transformación, parecía otra, recuerdo que pensé: “Oh, oh… creo que los extraterrestres la raptaron y la regresaron en el transcurso de la noche y nadie se dio cuenta”. Pero esto lo mostró a solas conmigo, nadie más vio lo que yo vi. Llegamos y su rostro se tornó distinto, irradiaba felicidad, toda ella era una explosión de energía… Como nuestros padres iban a hablar con mis abuelos cosas de mayores, nos dejaron recorrer la hacienda a nuestras anchas; solos con nuestra anhelada libertad, que dicho sea de paso, puede ser un afrodisiaco tremendo. La vi tan entusiasmada con los caballos que le pregunté si sabía montar, respondió tímidamente que no, pero que le encantaría aprender. Preparé a “Bellota”, una yegua de tres años que mis abuelos me regalaron en navidad. Yo crecí en la ciudad, rodeado de pavimento y edificios. Sabía que al abrir la llave salía el agua, que con sólo apretar un botón se encendía la estufa. No me agradaba mucho salir al campo y carecer de estas comodidades. Sin embargo, en vacaciones me gustaba pasar unos días con mis abuelos, pero nunca había logrado esa comunicación con la naturaleza que, al parecer, Alinee sí que la tenía.

Montamos a “Bellota”, tuve que sentarme detrás de ella, mi cuerpo tenía forzosamente que rozarla, traté de no pensar mucho en ello, aunque sin mucho éxito; claro que por mi mente pasaron miles de imágenes e ideas geniales. Alinee estaba más excitada que yo, pero sus motivos eran otros. Ella brincaba de excitación cada vez que el paisaje ante sus ojos le parecía seductor. La hacienda de mi abuelo queda cerca de los volcanes, se pueden apreciar en todo su esplendor. Estaba emocionada porque pasamos cerca de un arroyo, el agua pasó por entre las patas de “Bellota”, se movió inquieta sobre la yegua para señalarme que el agua iba arrastrando algún animalito. Pareciera que tuviera cuatro años de edad y que todo cuanto veía, lo veía por primera vez; como si acabara de descubrir el mundo y su belleza. A cada movimiento de ella mi cuerpo respondía, me provocaba sin que se lo propusiera, estoy seguro que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo.

Íbamos montados en “Bellota” y de pronto frente a nuestros ojos apareció el más bello paisaje, a lo lejos pudimos ver aquellos increíbles volcanes, observamos lo majestuosos que son, de verdad que son imponentes. Tal vez la compañía, su emoción, la cercanía de nuestros cuerpos, el aroma de la naturaleza, la edad, el movimiento constante de la yegua, no lo sé; pero ella me apretó fuertemente la mano y pude sentir su estremecimiento. Hundió su rostro en mi pecho cediendo al placer de experimentar un orgasmo tan sui géneris. No pude resistir más, bajé de la yegua y la sujeté de la cuerda para hacerla caminar; pensé que si seguía arriba, con ella tan cerca, podría delatarme y quedaría al descubierto mi tensión; era cuestión de tiempo para que notara mi excitación. Ella se recostó sobre “Bellota”, como una niña que comete alguna travesura y espera una reprimenda; tomó mi mano y la puso entre sus piernas para que yo pudiera sentir su humedad; la tomé entre mis brazos y ya sin más voluntad que la del deseo; nos tomamos uno al otro en medio del arroyo. ¡Al fin pude comprender su amor a la naturaleza…!

Desde entonces somos todo; menos hermanos, buscamos escondernos de nuestros padres, evitamos a toda costa mirarnos a los ojos porque nos delataríamos a través de nuestras miradas llenas de amor, pero sobre todo de pasión. No sabemos qué sea lo que pase después, pero tampoco nos importa; tan sólo espero la ocasión de escuchar a mi madre gritarme: “Llévate a tu hermana”.

Por: Andrea Mendoza

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